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Con L de Literatura

Por Sonia Santos Vila

Sobre la religión, de Mark Twain


La vida de Mark Twain (nombre por el que se conoce al escritor norteamericano Samuel Langhorne Clemens) se desarrolla a lo largo de setenta y cinco años (entre 1835 y 1910), y, peculiarmente, su nacimiento y muerte coinciden con la visita a la Tierra del cometa Halley. Ácido, sarcástico, irreverente y amargo (en ocasiones), y cruel (en otras), todas ellas son cualidades que definen un temperamento parejo al de su colega, compatriota y coetáneo Ambrose Gwinett Bierce, sobre el que trató nuestro anterior post, a propósito de la obra 'El monje y la hija del verdugo', temperamento, que, en ambos autores, aparece, con frecuencia, proyectado sobre su obra, en líneas generales.

Twain es famoso por sus novelas 'The Adventures of Tom Sawyer' (Las aventuras de Tom Sawyer) de 1876 y 'The Adventures of Huckleberry Finn' (Las aventuras de Huckleberry Finn) de 1885, de manera fundamental. También escribe relatos breves y sketches, además de ensayo. Precisamente es este género el que centra nuestra atención aquí, y, en particular, su escrito 'Reflections on Religion' (que se ha traducido como Sobre la religión), el cual, por su singular contenido, muy en consonancia con el talante del autor, no ve la luz hasta 1963 (en el volumen de otoño de Hudson Review), contando con el permiso de la hija del ensayista, Mrs. Clara Samossoud, para su publicación, quien, durante años, se mostró reticente e, incluso, contraria a la edición de estas "ideas" religiosas.

Dicta el escritor los pensamientos contenidos en 'Sobre la religión' durante cinco días del verano de 1906 desde Upton House (New Hampshire). Lo expresado en cada uno de esos cinco días (que son el martes 19, el miércoles 20, el viernes 22, el sábado 23 y el lunes 25 de junio de 1906) conforma un capítulo de los cinco pertenecientes al ensayo, que, como adelantamos, no deja al lector indiferente.

Ya en el primer capítulo llama Mark Twain la atención a ese Dios castigador del Antiguo Testamento, señalando el punto de partida en la desobediencia de Adán (a quien le quita culpa), cuyo pecado recae sobre su descendencia. Dicho procedimiento punitivo es avalado por los diversos estamentos eclesiásticos. Y, paradójicamente, ese Dios es, también, misericordioso y Padre, atribuciones que el ensayista cuestiona. Habla, asimismo, del dualismo divino: la mitad terrenal, parte virtuosa y salvadora (aunque, como indica, de una pequeña colonia de judíos), y la mitad celestial, parte nociva y maligna (en sus palabras), expectante de resultados. Concluye afirmando que existen incongruencias bíblicas, y describe como atroz la invención del Infierno.

En el segundo capítulo el escritor comienza afirmando la falta de originalidad de las Biblias, pues hay temas que se repiten en ellas como el Diluvio Universal o la Inmaculada Concepción. Sobre este último aspecto, Twain informa de que la razón por la que la Virgen María sabía que era depositaria de esa condición radica en que el Ángel de la Anunciación se lo contó, y su tono ácido y sarcástico se descubre, por ejemplo, cuando comunica que ese ángel podía haber sido un recaudador de impuestos, dado que Ella no había visto ángeles antes. Finaliza haciendo hincapié en que el cristianismo actual (ha de entenderse el contemporáneo a él) es mejor que el que se presenta en la Biblia.

Los ataques a la religión continúan en el tercer capítulo. Asevera el autor que el cristianismo trata de convencer a los hombres de que es la fe verdadera, transmisora de paz y amor, mediante matanzas: es feroz y sanguinaria; por contraste, únicamente aquellas naciones ajenas a esta creencia viven en calma. Dedica, también, unas palabras al arte de gobernar (comparándolo con un juego de cartas), y vuelve a llamar la atención sobre la Biblia, en esta ocasión, para subrayar su influencia nociva en los jóvenes protestantes. Sin embargo, opina que la religión cristiana, junto con Dios, al igual que otras religiones del pasado, llegará a morir, siendo sustituida por otra, probablemente peor, que se asentará.

El Dios cristiano y omnipotente está vacío de buenas cualidades, según Mark Twain (así lo señala en el siguiente capítulo (el cuarto)), e, independientemente de si existe un fundamento justo o injusto para los ruegos que se dirigen a Él, jamás escucha los rezos del orante. Al hilo del contenido expuesto en el primer capítulo, dice que es castigador, además de malévolo: la punición es proporcionalmente muy superior, siempre, a la transgresión humana producida. Y, siendo esto así, de modo sarcástico (de acuerdo con el ensayista) la cristiandad se dirige a Él como Padre. Opina que, por todo lo argumentado, es otro dios más, el cual, también, es un tirano con los animales, para los que no existe Cielo.

Con la idea de Cielo da el escritor inicio a la última jornada (y último capítulo, el quinto). Habla de un Cielo que recompensa al hombre por los sufrimientos sobrevenidos en vida, pero del que no constan pruebas de que haya: es decir, su existencia radica en rumores contenidos en la Biblia, y los rumores, para Twain, se basan en indicios dudosos, mientras que lo auténtico se apoya en pruebas irrebatibles. Piensa que, así como sí es probable un Infierno, es ilógico creer en una eternidad bienaventurada, contando con unos dioses perseguidores de hombres y animales. Y pone fin a estos discursos sobre la religión hablando del hombre: subraya su imbecilidad, siendo una pieza de un mecanismo, una máquina, fabricada por Dios (o el Poder), quien es el responsable de sus actos y palabras.

Este repaso a algunos de los temas (los más sobresalientes) de los cinco capítulos de Sobre la religión nos permite definir esta obra como singular, original e, incluso, sorprendente. El propósito de Mark Twain es desvelar, conforme a su opinión, las incoherencias de la religión (cristiana), arrojando sobre ellas, ocasionalmente, ese sarcasmo y acidez al que aludíamos al comienzo de este artículo. Por ello, por ser un librito crítico (ora cruel, ora irreverente), continente de las turbadoras ideas del autor estadounidense, animamos a nuestro público con contundencia a su lectura.