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Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

Ávila de la Reina, de las Leales, de las Damas


 

Ávila nació mujer. Surgió de un páramo estrellado, emergida entre el rumor de las peñas tañidas por el viento. Desnuda y aterida, se envolvió en lienzos de muralla mientras la coronaban con almenas acabadas en cielo. Una vez erguida, se miró en la sierra, y dejó allí prendido el reflejo de sus ojos, para cincelar en los riscos su imagen plena de luna. Hambrienta, surcó la dura tierra con sus dedos para que brotara un río y se tendió a su lado, a aguardar la nieve, al abrigo de tonos ocres, verdes y rojizos.

Ávila era una niña. Jugó a lomos de un verraco, siguiendo con su risa el rumbo de los vencejos. Sonajeros de campanas acompasaron sus juegos. Mimada por el sol brillante, aceptó el regalo de su luz más pura, conservada entre cristales a resguardo de las nubes. Aprendió a hablar escuchando al valle repetir sus promesas de primaveras en ciernes. Se adornó el cabello con nidos de cigüeñas y los dedos con anillos de granito bruñido. Asomándose al futuro, soñó tiempos felices y se imaginó dueña de su destino.

Ávila se sintió doncella. Sabiéndose bella, deseó ser amada y construyó calles oscuras para ser rondada y palacios con balcones para invitar a cortejos nocturnos de susurros velados. La pretendieron tres jóvenes apuestos: uno cristiano, otro judío y un tercero, moro. Dicen que la vieron bajo álamos de la mano de uno de ellos, escondidos ambos en penumbras tibias, y que los otros dos abandonaron la plaza por no soportar el dolor de su requiebro rechazado. Dicen que ella siempre los añoró y los mantuvo suyos.

Ávila cantó al amor. Se rodeó de poetas y pronunció palabras en verso, atrapadas en su timbre de sirena. Atrajo a novelistas con historias de leyenda, buscó pinceles de pintores que supieran comprenderla, quiso perpetuarse en arte centenario para ahuyentar las brumas del olvido. Plasmó el paso del tiempo, la nostalgia, la angustia, la soledad, el miedo. Reveló la eternidad, la esperanza, la firmeza, el amparo, el sosiego. Acompañó sus paisajes interiores de un diálogo que se posó en su boca en un beso largo y denso.  

Ávila quiso ser madre. Fértil de afectos profundos, amamantó a sus criaturas con sus humores dulces y las meció hasta adormecerlas en un sueño plácido, reconociéndose en sus latidos primeros y en su carne tersa apretada contra su regazo. Guió sus pasos curiosos, les enseñó su nombre, les protegió con cálidas caricias de hembra. Presenció la llegada de su edad adulta, sufrió su partida en busca de otros mundos, y para siempre vio transcurrir los días anhelando su regreso.

Ávila fue laboriosa. Se pobló de gentes que arrancaron vida a sus piedras, que sembraron sus campos y tejieron sus entretelas. Abrió sus puertas y ventanas a los colores de las hortalizas frescas reunidas en torno a mercados de artesanos y alfareros. Hizo manar fuentes para recortarse sobre su contorno dorado y regar su suelo yermo y polvoriento con savia renovada. Temperó los ciclos de su entorno con pericia y armonizó los aromas de los seres, de las plantas y de la tierra.

Ávila se tornó en anciana. Temblorosa y sabia, de pensamiento silencioso y trascendente, se aferró a sus recuerdos pasados para extraerles el jugo con el que engañar a la tristeza. Con respiración pausada, temió ver llegar un final luminoso con el que abarcar de una sola vez su estela. Sumida en la emoción de la memoria, lloró las lágrimas que se llevaron sus pestañas, y vio su pelo blanco de nieve delinearse sobre la noche negra del alma.

Ávila se negó a morir. Mística, plantó sus raíces hondas en el cielo de su tierra, para enseñorearse de las esencias y nutrirse de las existencias breves de sus habitantes de arcilla. Misteriosa y diáfana, se dotó de alas para viajar sin abandonar jamás su atalaya. Algunos fatuos proclaman que la han visto, que la intuyen, que la aman. Ella sonríe, les deja creer que les corresponde, escurridiza y caprichosa, pero siempre se les escapa.

 

 

 

Fotografías: Gabriela Torregrosa